Hace tres años, Japón era la envidia económica del mundo. Su primer ministro, Shinzo Abe, anunciaba que iba a emprender un amplio programa de estímulo macroeconómico conocido como Abenomics: la mayor monetización de deuda pública jamás realizada por un banco central. En concreto, mientras que la Reserva Federal ha monetizado, en sus sucesivas operaciones de flexibilización cuantitativa, activos por un valor cercano a 20 puntos del PIB estadounidense, el Banco de Japón lo ha hecho en más de 35.
Los objetivos este ambicioso programa pasaban por lograr un crecimiento medio del PIB nominal del 3% en los próximos diez años y del 2% en términos reales. De momento, apenas ha conseguido un crecimiento nominal del 1,7% y uno real del 0,6%: cifras muy parecidas a las que se esperaban en 2012 sin la influencia de este programa de monetización masiva de deuda. De hecho, la economía nipona ha vuelto a caer en recesión durante el tercer trimestre de este año: la quinta vez que lo hace desde el comienzo de la crisis y la segunda que se produce en el marco del Abenomics.
Esta vez, además, la recesión no se debe a una merma del gasto en consumo —como fue la recesión de mediados de 2014, derivada del aumento del impuesto sobre ventas— sino a una contracción del gasto privado en inversión; de hecho, el consumo y el gasto público siguen aumentando, tanto con respecto al trimestre como con respecto al año anterior. O dicho de otro modo, lo que el estancamiento recesivo de la inversión privada pone de manifiesto es que durante el tercer trimestre del año cundió la desconfianza en el empresariado nipón: nada, por otro lado, que no nos hubiera indicado la propia bolsa japonesa, dado que durante esos tres meses el Nikkei cayó más de un 15%.
En gran medida, semejante desconfianza e incertidumbre durante el tercer trimestre del año se debió a la triple devaluación del yuan impulsada por las autoridades chinas. A la postre, esa triple devaluación no sólo implicaba que las exportaciones japonesas al gigante asiático iban a encarecerse, sino que, en aquellos mercados globales donde las mercancías chinas compitieran con las niponas, éstas perderían competitividad (contrarrestando con ello parte del estímulo exterior atribuido al Abenomics). A tenor de la evolución de la propia bolsa, estos miedos y desconfianzas iniciales se han despejado (el Nikkei ha rebotado un 15% desde finales de septiembre), lo que probablemente se traduzca en un repunte de la inversión privada durante el cuarto trimestre que saque al país de su quinta recesión. Pero, nuevamente, cabe extraer dos lecciones de la extrema fragilidad del crecimiento japonés dopado por agresivas políticas expansivas en materia fiscal y monetaria.
La primera es que cuando los problemas son estructurales —y los de la economía japonesa lo son, después de la mala digestión de la mayor burbuja inmobiliaria en toda la historia de la humanidad—, las soluciones deben ser estructurales: esto es, deben afectar a la oferta y no obsesionarse con recuperar pautas pasadas de crecimiento insostenible basadas en un abuso burbujístico de la demanda. No en vano, y pese al repunte de la confianza durante el cuarto trimestre de este año, el desencanto inversor con el éxito el Abenomics está cada vez más extendido: se tenga la opinión que se tenga sobre él, está claro que no ha sido ninguna panacea.
La segunda es que, aun cuando los estímulos monetarios sí fueran una solución a los problemas de fondo, no serían una solución generalizable a todos los países con problemas. En el caso de Japón, ha bastado con que China amagara con ahondar en la depreciación de su divisa para que el país del Sol Naciente se haya rodeado de miedos e incertidumbres. Las guerras monetarias no nos vuelven más productivos a todos: sólo contribuyen a traspasarles nuestros problemas de competitividad a nuestros vecinos y socios comerciales. Por tanto, el éxito del Abenomics depende de que no haya un Jinpingomics o un Merkelomics. Pero justamente lo que necesitan buena parte de las economías mundiales es readaptar sus modelos productivos después de que fueran asolados durante años de hiperendeudamiento descoordinador, no seguir echándose recíprocamente sus respectivas basuras.
No en vano, la única de las tres flechas del Abenomics que tenía sentido es también la única que no se ha aplicado: la de las reformas estructurales. Acaso ello nos permita comprender mejor la actualidad de su fracaso.
Autor: Juan Ramón Rallo
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