En la aproximación al fenómeno bursátil nada lo es más que la historia de los crash, aunque el humor resulta por momentos bastante negro.
Pero no es solo cuestión de divertise un poco. En realidad, es algo sumamente instructivo. En las fases alcistas se van generando un estado de euforia que degenera en las burbujas especulativas. A modo de «ideología» justificativa de la burbuja se van tejiendo una serie de mitos sobre el funcionamiento de los mercados financieros, mitos que son aceptados por una masa de participantes en el mercado cegados por la codicia. El crash no solo tira por tierra los mitos, poniendo de manifiesto su falsedad. Además se lleva por delante a los incautos que creyeron en ellos.
Conocer la historia de los crash permite conocer estos mitos y estar precavidos ante ellos. El historiador por excelencia de los crash, J.K. Galbraith, escribió lo siguiente en el prefacio a la edición española de su «Breve historia de la euforia financiera»:
«En este último cuarto de siglo, y especialmente en la última década, la larga, variada y a menudo desastrosa historia económica de España ha culminado en una era de notables éxitos. España ha gozado de un alto y sostenido crecimiento económico, y su tenor de vida ha progresado admirablemente. En otro tiempo fuente de voluntariosa y barata mano de obra para el resto de Europa occidental, hoy España demanda idéntico suministro de trabajadores de la vecina Africa. Esto, no cabe duda, brinda el escenario y el decorado apropiados para el optimismo, que podría convertirse en la euforia descrita en estas páginas. […] Así pues, me sentiría feliz si creyera que logro hacer alguna contribución, por humilde que sea, para prevenir los excesos económicos que conducen al inevitable día del desencanto y del gran desastre. Esta es la modesta esperanza, o tal vez debería decir
ligeramente inmodesta, que he depositado en este libro.»
Admirables palabras, llenas de lucidez, que hago mías.
De todos los grandes crash de la historia el más famoso es de Wall Street en 1929. A diferencia de otros que desfilarán a lo largo de la serie, la crisis de 1929 es sumamente conocida, su existencia forma parte de la «cultura general» de la gente. Hay muchas referencias y estudios, incluso una monografía muy famosa escrita por Galbraith.
Sin embargo, de todo cuanto he leído nada me ha impresionado más que el testimonio de un «inversor de a pie», justamente por eso, por ser el reflejo de la vivencia personal de alguien no experto, expuesta con una claridad y sencillez realmente difíciles de superar.
Conocemos este testimonio debido a que su autor fue una persona famosa, aunque no en el ámbito de los mercados financieros. Había nacido en una familia muy humilde. Cuenta, no sé si con exageración literaria: «El dinero no me llegaba fácilmente en aquellos días de mi juventud. Mi asignación consistía en cinco centavos semanales que gastaba cuidadosamente».
Un día se encontró un anuncio en el periódico: «Se necesita muchacho cantante para protagonizar número de variedades. Comida, alojamiento y cuatro dólares a la semana.» Como bien dice: «Para un muchacho cuya asignación eran cinco centavos cada siete días, cuatro pavos parecían un pasaporte para la Casa de la Moneda». La gira terminó como el rosario de la aurora: «Sin dinero, sin empleo, con un mínimo de talento y lejos, muy lejos del hogar». Pero siguió adelante con testarudez, y desde la nada se fue labrando una fama como actor cómico, un oficio muy importante según su filosófica observación:
«Calculo que no existen ni un centenar de comediantes de primera fila, hombres o mujeres en todo el mundo. Son material mucho más caro y valioso que todo el oro y las piedras preciosas del mundo. Pero como hacemos reír, no creo que la gente comprenda verdaderamente lo necesarios que somos para que el mundo conserve su equilibrio.»
A mediados de los veinte, muy joven aún, había logrado ser rico y famoso. Ganaba dos mil dólares a la semana. Hoy en día es una suma respetable. En aquella época era una fortuna, el sueldo de una estrella de Broadway. Todo iba bien hasta que apareció en su vida la especulación bursátil. Lo que sigue es un extracto del capítulo de sus memorías cuyo título es harto expresivo:
«De como fui protagonista de las locuras de 1929»
«Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de valores. Lo conoci por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero ¿Quién lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.
Mi sueldo semanal era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston.El ascensorista me reconoció y dijo:
– Hace un ratito han subido dos individuos. Peces gordos, de verdad. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo estaba escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí que uno de los individuos decía al otro: «Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation»
[…]
Corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por ciento.
Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no estén familiarizados con Wall Street, permitanme explicar lo que significa esa garantía del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si uno compraba ochenta mil dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo veinte mil. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.
[De forma similar funciona en la actualidad el mercado de compras a crédito en España, con una garantía del treinta y cinco por cien. Las cantidades tomadas a crédito suponen el pago de intereses. En los años previos al crash de 1929, los tipos de interés de estos préstamos oscilaron entre el 5 y el 12 por ciento anual, una cantidad insignificante comparada con los «beneficios» que se obtenían vía subidas de precios. Nota de E.G.]
[…] Ahora vengo de Wall Street y allí no se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómprala antes de que sea demasiado tarde! Lo sé de muy buena tinta. […] Eramos propietarios de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó. Dijo:
– No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una Compañía como la Anaconda.
El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon, el productor teatral, solía ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde Nueva York, sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus predicciones para el día. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran «arriba, arriba, arriba». Hasta entonces yo no había imaginado que uno pudiera hacerse rico sin trabajar.
Max me llamó una mañana […]
-¿Por qué no abandonas el teatro y olvidas esos miserables dos mil semanales que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, aseguraría que puedes ganar más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores, que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway.
Max -contesté-, no hay duda de que tu consejo es sensacional. Pero al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin y con mi productor Sam Harris.
Los que por entonces no sabía era que Kaufman, Ruskind, Berlin y Harris también compraban a crédito y que, finalmente, iban a ser aniquilados por sus asesores financieros.[…]
-Max, ¿cuanto tiempo durará esto?
Max repuso, utilizando una frase de Al Jolson.
-Hermano, ¡todavía no has visto nada!
Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo.
– No sé gran cosa sobre Wall Street – empecé a decir en son de disculpa- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo:
– Tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro.
– Oiga, buen hombre -repliqué-. He venido aquí en busca de consejo. Si no sabe usted hablar con cortesía, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis asuntos. Y ahora. ¿qué estaba usted diciendo?
Adecuadamente castigado y amansado, respondió:
– Tal vez no se dé cuenta, pero éste ha cesado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
[…]
Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba a doblar su valor en pocos meses.
[…]
– Precioso, ¿Tienes algunas Goldman-Sachs?
– Dulzura -respondí (a este juego pueden jugar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de ellas ¿Qué es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?
Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento pensé que iba a besarme.
– ¡No me digas que nunca has oído hablar de las Goldman-Sachs! -exclamó incrédulamente-. Es la compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores.
Luego consultó su reloj y dijo:
-Hum. Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada. Pero, mañana por la mañana, nene, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que hoy ha cerrado a 156 ¡y a 156 es un robo!
[…]
Entonces empecé a pasarme las mañana instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones se limitaban a la cantidad que tal y tal valor había subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en Wall Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueba, pero muy pronto se liberaba la resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su continua ascensión.
De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: «Cuando el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse.»
[…]
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presas del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrio hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía sobre nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores que por entonces solo tenían el nombre de tales.
Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. Esta era una broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego un martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares (o ciento veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese perdido más pero era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York.[…] Todo lo que dijo fue: «¡la broma ha terminado!» Antes de que yo pudiese contestar el teléfono se había quedado mudo.
En toda la bazofia escrita por los analistas del mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía.
Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir prestado dinero del Banco para cubrir las garantías. Las acciones de Cobre Anaconda se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 7/8. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a United Corporation se saldó a 3,50. Las habíamos comprado a 60. […]
¿Goldman-Sachs a 156 dólares? Cuando la máxima depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar por acción.
El ir al desahucio financiero no constituyó una pérdida total. A cambio de mis doscientos cuarenta mil dólares obtuve un insomnio galopante, y en mi círculo social el desvelamiento empezó a sustituir al mercado de valores como principal tema de conversación.»
Tan triste historia tuvo un desenlace feliz. Nuestro personaje estaba totalmente arruinado pero poseía algo «mucho más caro y valioso que todo el oro y las piedras preciosas del mundo», el don de la comicidad, en un momento en que, con Estados Unidos hundido en una terrible depresión, la gente necesitaba la risa para evadirse por unos instantes de sus problemas. Para llegar a toda esa gente bastaba con pasar del mercado estrecho y elitista de las comedias de Broadway a uno mucho más amplio: el naciente cine. En los años treinta protagonizó, en unión de sus hermanos, una serie de divertidísimas comedias que hoy son grandes clásicos del cine, y gracias a ellas pudo reconstruir su fortuna. No consta que volviera a especular en Bolsa. Su nombre era, ya lo habréis adivinado, Julius Henry Marx, pero ha pasado a la historia como Groucho Marx.
Groucho es famoso, además de por sus películas, por sus frases ingeniosas. Una de las más conocidas es:
«Aprended de mí que he sabido pasar de la nada a la más absoluta miseria»
Una frase que cobra un nuevo e inesperado sentido después de conocer su experiencia con la Bolsa. Ciertamente, quien sea capaz de aprender de los errores de Groucho Marx sobrevivirá a las burbujas especulativas.
ENRIQUE GALLEGO