En sistemas económicos cerrados y estancados, el enriquecimiento de unos procede necesariamente del empobrecimiento de otros. Si una persona acumula riqueza es porque otra está siendo expoliada y explotada: uno gana porque otro pierde. El núcleo del análisis económico marxista es justamente ése: analizar las relaciones parasitarias de unas clases sociales sobre otras dentro de los distintos modos de producción.
Por fortuna, nuestra sociedad no es un juego de suma cero: en los últimos tres siglos, el PIB mundial (el valor del conjunto de bienes y servicios finales producidos cada año en el planeta) se ha multiplicado por más de 140 veces y la renta per cápita por más de 12. No es que la misma riqueza se haya concentrado crecientemente en unas pocas manos (de tal forma que unos pocos se hayan vuelto muy ricos a costa de pauperizar enormemente a muchos otros): es que la riqueza disponible se ha incrementado exponencialmente para todos (aunque lo haya hecho para unos más que para otros). De ahí que explicar el origen de la riqueza presuponiendo que ésta está dada constituye un fraude intelectual de primer orden.
Consciente o inconscientemente, una parte de la izquierda vive instalada en esta falacia. En lugar de visualizar la economía como una red de relaciones cooperativas que incrementan la riqueza disponible para todos y que la reparten de acuerdo con la contribución relativa de cada individuo a esa red, la observan como un conjunto de estructuras de explotación y dominación de un grupo de individuos sobre otros. Por eso, desde su reduccionista óptica, el rico no es la persona que más ha contribuido relativamente a expandir la riqueza de la que disfrutamos todos, sino aquel que ha expoliado más inmisericordemente al resto de la sociedad.
Amancio Ortega, Jeff Bezos o Larry Page no son personas que hayan desarrollado empresarialmente ideas extraordinarias que han permitido incrementar de un modo inusitado las mercancías de las que diariamente disfrutamos la gran mayoría de habitantes del planeta: son sólo los individuos con mayor maldad y habilidad sobre la faz de la Tierra para rapiñar a sus congéneres. Inditex, Amazon o Google no son compañías que día tras día ponen a disposición de decenas de millones de personas en todo el mundo una muy variada oferta de bienes y servicios que se ajusta exactamente a los deseos de esas decenas de millones de personas: son tan sólo sofisticadas maquinarias de explotación de centenares de miles de trabajadores.
Evidentemente, no es irrelevante que dentro de cualquier sociedad prepondere una u otra narrativa sobre la riqueza: no ya por la injusticia que pueda estar cometiéndose contra personas que han construido sus fortunas de maneras absolutamente lícitas e irreprochables, sino sobre todo por los referentes que tiende a construir o a destruir cada una de estas narrativas.
Si aceptamos que la fortuna personal puede amasarse legítimamente satisfaciendo las necesidades de los demás y, además, aplaudimos a quienes lo han conseguido, estaremos incentivando a las nuevas generaciones a que imiten estos modelos funcionales: los jóvenes se esforzarán en crear bienestar para el resto de la sociedad como vía para amasar su propio patrimonio. Los incentivos individuales estarán correctamente alineados con el interés general: cuanto más cruciales e irremplazables sean las contribuciones de una persona al bienestar de una sociedad, más se enriquecerá.
Si, en cambio, equiparamos riqueza con expolio y demonizamos a todo aquel que haya prosperado en la vida, estaremos adoctrinando a las nuevas generaciones para que no imiten a tales modelos: los jóvenes mantendrán una relación traumática, inmadura o alucinógena con la generación empresarial de riqueza, de modo que o renunciarán a tal camino o la seguirán con culpabilidad, aflicción e inseguridad. Los incentivos individuales se alejarán del interés general: el paradigma de ciudadano ejemplar será aquel que lucha políticamente contra los ricos, no aquel que desea volverse rico efectuando aportaciones singulares y valiosísimas a la sociedad.
Desde hace años, una parte de la izquierda ha emprendido una campaña sin cuartel para criminalizar a todo rico: un proceso de destrucción de referentes y de eliminación de élites sociales dentro del imaginario colectivo. Por supuesto, no cabe duda de que existen ricos que deben ser señalizados y que merecen perder toda su fortuna (en particular, aquellos que la hayan generado merced a los privilegios del poder político), pero estigmatizarlos a todos de raíz es un despropósito ideológico que sólo contribuye a embrutecer los arquetipos naturales de los jóvenes.
Afortunadamente, parece que esta guerra cultural a favor del pobrismo no está triunfando ni siquiera dentro de España: una reciente encuesta de Educa 20.20 y Fundación Axa, en la que se entrevistó a 5.800 adolescentes entre 16 y 19 años, recoge que las personalidades a las que desean imitar las nuevas generaciones son empresarios exitosos como Amancio Ortega, Bill Gates o Steve Jobs. No revolucionarios sanguinarios como Lenin, Castro o el Ché, sino los promotores de los modelos de negocio más auténticamente revolucionarios de las últimas décadas.
Reconforta saber que, a pesar de la intoxicación permanente en contra de la creación de riqueza, el futuro de nuestra sociedad descansa sobre los hombros de personas que sueñan mayoritariamente con prosperar por la vía de mejorar empresarialmente la vida del resto de la sociedad. Reconforta saber que, a pesar de todo su empeño, la izquierda anticapitalista todavía no han conseguido asilvestrar a unos jóvenes que siguen aspirando al éxito y no al fracaso. Pero no descuidemos ni por un momento la imprescindible batalla intelectual: la única forma de evitar una degeneración cultural que nos lleve a glorificar socialmente la pobreza —y a convertir en referentes morales a los adalides del conflicto, de la mediocridad y del estancamiento— es dando cumplida respuesta a todas las recurrentes falacias de los enemigos del comercio. Si dejamos de contrarrestar su propaganda, terminarán por imponer sus supersticiones primitivistas.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com