Una década después de que arrancara la crisis, parece que los bancos centrales están comenzando a replegar velas: no tanto por lo que están haciendo cuanto por lo que dicen que van a hacer o que van a dejar de hacer.
Por un lado, la Reserva Federal de EEUU cesó de expandir su balance en octubre de 2014, comenzó a aumentar suavemente sus tipos de interés en diciembre de 2015 y recientemente ha acelerado su previsión de nuevos incrementos ante el plan de estímulo fiscal que parece estar preparando Trump. Tan es así que Janet Yellen anunció hace apenas una semana que probablemente optará por un nuevo avance en estas tasas financieras a finales de este mes.
Por otro lado, el Banco Central Europeo empezó a ralentizar el ritmo de sus monetizaciones de deuda el pasado mes de diciembre, pero no fue hasta ayer cuando Mario Draghi cambió deliberadamente el tono de su discurso: “los riesgos de deflación han desaparecido en su mayor parte”. Teniendo en cuenta que el BCE ha basado toda su política monetaria acomodaticia en la necesidad de contrarrestar la deflación —pues, de hecho, la estabilidad de precios constituye su único mandato estatutario—, lo anterior equivale a señalar que los estímulos probablemente hayan tocado techo y que a medio plazo el horizonte apunta a su progresivo desmantelamiento. Hasta tal punto que Draghi también ha querido remarcar que, por primera vez en los últimos años, el Consejo de Gobierno del banco central ya no está dispuesto a “emplear todos los instrumentos disponibles para alcanzar el objetivo de la estabilidad de precios”: aunque en realidad se trata de mero un brindis al Sol —dado que nada le impediría cambiar de opinión en cualquier momento—, sí es relevante que haya querido trasladar ese mensaje a la comunidad inversora.
Toda la parafernalia del discurso de la banca central parece indicar que tanto EEUU como la Eurozona están calentando motores para endurecer su política monetaria. Pero, más allá de las palabras, los hechos también parecen apuntar en esa misma dirección: en EEUU, la deuda de las familias se expandió en 2016 al mayor ritmo desde 2007 y la de las empresas continúa creciendo desde hace varios ejercicios por encima del 5% anual; en la Eurozona, el endeudamiento empresarial ha aumento un 8,5% desde 2014 e incluso las familias parece que están volviendo a incrementar sus pasivos. De hecho, basta con analizar el caso español: tras varios años de un saludable desapalancamiento privado, en 2016 las familias apenas redujeron su endeudamiento en un 1,8% y las empresas incluso lo incrementaron.
He ahí el fin de la deflación del que habla Draghi: la amortización de pasivos familiares y empresariales ha tocado fondo, de modo que la concesión de nuevo crédito está contribuyendo a elevar el volumen total de deuda privada. Es verdad que todavía estamos muy lejos de las tasas de expansión crediticia de la época de la burbuja, pero precisamente los riesgos se hallan en el horizonte: mantener la laxitud financiera en unos momentos de progresiva aceleración del endeudamiento no sólo amenazaría a medio plazo con relanzar la inflación sino sobre todo con alimentar artificialmente una nueva ronda de acumulación de mala deuda y de malas inversiones como las que vivimos hace una década.
El problema es que el necesario endurecimiento de la política monetaria no va a lograrse apenas elevando los tipos de interés a los que el banco central ofrece financiación a la banca privada: tras años de flexibilizaciones cuantitativas, las reservas monetarias de la banca privada se hallan absolutamente rebosantes y, en consecuencia, ésta no necesita recurrir a las operaciones regulares de refinanciación de la autoridad monetaria. Si las entidades financieras desearan aumentar aceleradamente el crédito a tipos de interés moderadamente bajos, las actuales decisiones de los bancos centrales apenas les impondrían obstáculo alguno: su capacidad para prestar no guarda ahora mismo relación con su facilidad de acceder al banco central, pues éste se encargó de insuflarles toda la liquidez que pudieran llegar a necesitar en el muy largo plazo. Así pues, las únicas vías con la que cuenta la banca central hoy para restringir la potencia prestamista de las entidades financieras es, primero, la de elevar los tipos de interés que les paga por mantener congeladas sus reservas y, segundo, la de reabsorber definitivamente esas reservas mediante la reventa de los títulos de deuda pública y privada que han ido siendo monetizados durante los últimos años: esto es, si de verdad los bancos centrales quieren meter en vereda el potencial provisión de crédito del sistema financiero, entonces deberán empezar a reducir el tamaño de sus balances sacando a la venta unos activos financieros valorados en varios billones de dólares.
Las consecuencias de semejante giro en la política monetaria son difícilmente previsibles: los tipos de interés no sólo se incrementarían en las economías desarrolladas, sino también en los países en vías de desarrollo, las cuales sufrirían fuertes salidas de un capital que buscaría refugio en los más remunerativos títulos financieros occidentales (una crisis de liquidez análoga a la que sufrieron los países en vías de desarrollo a mediados de 2015). Será entonces cuando comprobaremos hasta qué punto las inversiones que se han venido desarrollando aquí y allí durante los últimos años exhiben una base financiera sólida o, en cambio, apenas constituyen esquemas Ponzi encubiertos que estaban condenados a estallar en cuanto se normalizaran las condiciones financieras.
Pero, por supuesto, para que este escenario llegue a materializarse será necesario que, primero, el crecimiento del crédito privado se consolide y, segundo, que los bancos centrales verdaderamente tengan la intención de controlar esa expansión más allá de discursos de cara a la galería. Si lo primero no sucediera, apenas avanzaríamos hacia una niponización de la economía occidental: estancamiento económico y financiero en un escenario semideflacionista. Si sucediera lo primero pero no lo segundo, avanzaríamos hacia un escenario crecientemente inflacionista que tarde o temprano obligaría a tomar medidas estabilizadoras mucho más drásticas de las que ya sería necesario adoptar hoy. Si sucediera lo primero y lo segundo, pondríamos a prueba nuestra sostenibilidad financiera. En todo caso, la acción concertada de los principales bancos centrales del planeta para dar marcha atrás en la política monetaria de los últimos años parece indicar que nos hallamos ante un cambio de ciclo financiero (de la deflación y contracción crediticia a la inflación y expansión crediticia): un cambio de ciclo especialmente rodeado de incertidumbres por la irresponsable hipoteca en forma de flexibilizaciones cuantitativas que concertaron nuestras autoridades monetarias durante la crisis.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com