El IPC experimentó en enero un notable aumento del 3% interanual: se trata de su crecimiento más acelerado desde octubre de 2012. Concluye aparentemente así un de tres años dela estabilidad de precios —incluso de una ligera deflación— que permitía compensar parte del poder adquisitivo que se perdía con las inexorables rebajas salariales.
Es verdad que, según el INE, la mayor parte de este encarecimiento del coste de la vida se debe a la elevación extraordinaria del precio de la electricidad y de los carburantes. Asimismo, también parecen haber jugado un papel relevante la anormal oferta de ciertos alimentos no elaborados, cuya producción se ha visto afectada en toda Europa por la reciente ola de frío (según el Ministerio de Agricultura, la berenjena se ha encarecido un 240%, la lechuga romana un 156%, el tomate liso un 72%, la coliflor un 68% o la alcachofa un 65%).
Sin embargo, si excluimos estos componentes más volátiles del cómputo del IPC (es decir, si echamos mano de la llamada “inflación subyacente”), la fluctuación de los precios seguirá ubicándose en torno al 1%: ni mucho menos un incremento tan disparatado como el marcado por el índice general, pero aun así alejado del territorio deflacionista.
En cierto modo, es lógico que los precios vuelvan a aumentar al margen de la coyuntura internacional del petróleo o de los productos agrarios: conforme la recuperación de la economía española se consolide, las familias y las empresas incrementarán con fuerza sus gastos —incluso echando mano del endeudamiento—, y si ese mayor gasto no puede ser atendido con una mayor producción (por ejemplo, porque nuestras empresas no pueden producir lo suficientemente rápido o porque empiezan a escasear ciertos factores productivos indispensables), los precios aumentarán. Lo habitual en Occidente —en especial, desde que abandonamos el patrón oro y se dio rienda suelta a la laxitud crediticia de nuestro sistema financiero— es que los precios crezcan en aquellas economías que se expandan con rapidez: España no será permanentemente una excepción a esa pauta general.
El retorno de la inflación, empero, no debería ser motivo de alegría. Es verdad que, como decíamos, el alza del IPC constituye, hasta cierto punto, un síntoma de que la recuperación está avanzando, pero la inflación no deja de ser un atraco a mano armada que sufren especialmente aquellos que no pueden ajustar sus rentas al nuevo y depreciado poder adquisitivo del dinero: por ejemplo, los ahorradores con plazos fijos, los trabajadores con salarios estancados o los jubilados con pensiones jubiladas. Según la inflación siga avanzando, los ingresos reales de todos estos colectivos irán siendo devorados.
En este sentido, acaso algunos carguen contra la “Ley de desindexación de la economía española”, aprobada por el gobierno hace ya casi dos años a imagen y semejanza de otras disposiciones similares de Alemania. El propósito de esa normativa es el de prohibir que la mayor parte de las rentas de la economía española (y, sobre todo, las asociadas a los ingresos y gastos del Estado) se incrementen cada año en función de la evolución del IPC. Sin embargo, no hay motivo para la crítica: constituye un gran error indexar el conjunto de la economía a la inflación, pues ello sólo contribuye a multiplicar sus efectos de segunda ronda y a entorpecer la coordinación entre los diferentes sectores productivos. Las rentas de los distintos agentes económicos deben crecer en función de su productividad real, no de la productividad impostada a través de un aumento de los precios. Si nos preocupan los efectos nocivos de la inflación, habrá que combatir las causas subyacentes a la misma (la laxitud crediticia de nuestro sistema financiero gracias a las inyecciones de liquidez de los bancos centrales), no tomarla como inevitable para luego parchearla con distorsionadoras indexaciones. Durante los últimos años, la inflación ha sido la menor de las preocupaciones de la sociedad española: acaso vuelva a serlo en los próximos años y, en tal supuesto, no deberíamos tratar de contrarrestarla con los malos atajos que tomamos en el pasado.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com