En una economía basada en la deuda (como lo son todas las economías occidentales desde el abandono del patrón oro), la deflación suele ser un síntoma debilidad y estancamiento: los precios caen cuando el crédito no crece y el crédito deja de crecer cuando el impulso inversor se halla paralizado ante la inexistencia de oportunidades de negocio suficientemente seguras para los emprendedores. A su vez, la deflación no sólo puede ser un síntoma de debilidad económica, sino que también contribuye a agravar y magnificar esa debilidad económica: las caídas de precios incrementan los tipos de interés reales (encareciendo el endeudamiento) y la expectativa de que los activos y los factores productivos vayan a abaratarse en el futuro incentiva a los empresarios a retrasar sus proyectos hasta que los precios caigan.
Combatir la deflación para contrarrestar sus efectos agravantes de una crisis puede tener sentido, pero no a cualquier precio. Por un lado, deteriorar estructuralmente la credibilidad del banco central sí generaría inflación (pues los inversores nacionales e internacionales reducirían su exposición al euro, deteriorando su valor y por tanto incrementando los precios), pero lo haría a un coste incontrolable en el futuro (el principal activo de todo banco central es su credibilidad); por otro, minar el margen de maniobra futuro del banco central (por ejemplo, a través de flexibilizaciones cuantitativas como las que se han implementado durante los últimos ocho años) conlleva costes algo más modestos, pero su eficacia a la hora de acabar con la deflación es harto dudosa (como los casos europeos y japonés están acreditando). En suma, los bancos centrales poseen muy pocas herramientas para reinflar sensatamente los precios en una economía sumida en la deflación.
Mucho menos sentido tiene, por el contrario, tratar de combatir la deflación como síntoma de estancamiento. En este caso, lo que la deflación le está indicando a la Eurozona es que se ha convertido en un páramo inversor: y no dejaría de ser un páramo inversor por mucho que el banco central lograre que los precios se incrementaran (más bien, caeríamos en la tan temida estanflación: estancamiento con inflación). La política monetaria es completamente estéril para hacer frente a los problemas de fondo que motivan la deflación. Éstos requieren, como Draghi tantas veces ha repetido sin que nadie se haya dado por aludido, de reformas estructurales: libertad e impuestos bajos. Dejemos de colocarle velas al BCE y arranquemos con las reformas.
Juan Ramón Rallo
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