El libre mercado se caracteriza por las relaciones voluntarias entre los individuos: nadie nos obliga a interactuar con aquellas otras personas con las que no queremos interactuar (aunque, evidentemente, hemos de soportar responsablemente el coste de oportunidad que conlleva no relacionarnos con otros). Así pues, en un mercado libre, la soberanía reside en el consumidor y no en el productor: los consumidores pueden elegir a qué productor le compran; pero los productores, en cambio, no pueden determinar a qué consumidor le venden. Es en ese punto en el que se labra la competencia entre productores: cada uno de ellos debe ofrecerle algo al consumidor que sea percibido como mejor que lo que le ofrecen sus rivales.
Competir en un mercado libre resulta harto complicado, pues cada día se hace necesario revalidar la relación con el consumidor no sólo frente a los competidores existentes, sino también frente a los rivales que podrían llegar a existir. Quien se duerme en los laureles a la hora de mejorar permanentemente la mercancía ofrecida termina viéndose desplazado por aquellos productores más innovadores. Ni siquiera las empresas grandes tienen asegurada su posición de predominio, dado que cualquier nueva compañía puede terminar reformulando radicalmente los términos en los que se ofrece un bien o servicio (innovación disruptiva) y, merced a ello, ganarse el favor de los consumidores. La innovación permanente y competitiva en favor del consumidor es la nota característica de un mercado libre.
Pero los empresarios sometidos a esta alta presión competitiva cuentan con una alternativa para preservar su posición dentro de la economía: coaligarse para destruir el libre mercado. Ya lo denunció con conocimiento de causa Adam Smith hace casi 250 años: “La gente de un mismo sector rara vez se reúne para divertirse y echarse unas risas, sino para conspirar en contra de los ciudadanos”. Esa conspiración empresarial necesariamente se materializará en normativas que limitan la libertad de elección del consumidor y la libertad de iniciativa empresarial, de tal manera que los ciudadanos se vean forzados —directa o indirectamente— a acudir a aquel proveedor que consigue deformar las leyes en su favor. Así, por ejemplo, las subvenciones empresariales o los contratos públicos son formas de obligar directamente (vía impuestos) a que los ciudadanos cubran los gastos de una compañía determinada; a su vez, las licencias o las reglamentaciones encorsetadoras son formas de prohibir la entrada de nuevos competidores y, por tanto, de obligar indirectamente a que los ciudadanos pasen por la caja de alguno de los escasos proveedores “autorizados” (de iure o de facto) a operar.
La confabulación entre el establishment político y el establishment empresarial conduce, por consiguiente, a la creación de un Estado parasitario: los productores medran no sirviendo y creando valor para el consumidor, sino cabildeando al político con el propósito de extraer valor del consumidor. Mas, en contra de lo que suele pensarse, los únicos empresarios que pueden parasitar a los consumidores no son sólo los grandes empresarios (las “élites extractivas”), sino también los pequeños empresarios (las “plebes extractivas”).
Evidentemente, un gran empresario se encuentra en una posición idónea para robarle al ciudadano de la mano del poder político: su tamaño le confiere una capacidad de presión y de compra de voluntades muy superior a la del pequeño empresario. Entregando maletines o prestando favores en diferido (“puertas giratorias”) puede conseguir arrimar el ascua regulatoria a la sardina de su cuenta de beneficios. Ejemplos de actuaciones pergeñadas en favor de las élites empresariales extractivas son las normativas a propósito de los alquileres vacacionales (las grandes cadenas hoteleras contra Airbnb, HomeAway o Rentalia), las multas contra el transporte colaborativo (la patronal de autobuses contra BlaBlaCar), las restricciones a la proliferación de nuevas plataformas de intermediación financiera (la gran banca contra las fintech) o las trabas burocráticas y fiscales a la autogeneración eléctrica en defensa del oligopolio sectorial.
Pero, como decíamos, por asfixiante que llegue a ser la influencia de los grandes lobbies corporativos en contra de la libertad de mercado, no son los únicos que, convenientemente organizados, son capaces de diseñar regulaciones a su favor. No en vano, durante la época del mercantilismo, una figura enormemente extendida por las economías occidentales era la de los gremios: asociaciones de pequeños productores que controlaban no sólo las condiciones de ejercicio de una determinada actividad, sino que también fijaban quiénes tenían permitido dedicarse a esa actividad. El gremio moderno son las “plebes extractivas”: grupos de presión integrados por un gran número de pequeños empresarios o trabajadores cuyo propósito es amañar la legislación estatal para defender sus privilegios frente a los consumidores. Ejemplos de plebes extractivas con normativas que suprimen la competencia y que salvaguardan sus intereses a costa de los de los ciudadanos son los farmacéuticos, los estanqueros, los taxistas o los estibadores.
Tanto las élites como las plebes extractivas pretenden convencer al conjunto de la población de que el “interés general” coincide —vaya casualidad— con sus intereses particulares a la hora de cercenar su capacidad de elección. Siempre parece haber una buena razón para acabar con la competencia potencial y, por tanto, para obligar a los consumidores a que adquieran productos peores o más caros que aquellos que podrían terminar comprando merced a un abanico liberalizado de opciones mucho más amplias. De ahí que sea esencial denunciar abiertamente y sin medias tintas que el emperador está desnudo: que las legislaciones promovidas por estos lobbies para “defender el interés general” en realidad sólo pretenden defender su “interés particular”; que su objetivo no es otro que el de sustituir la soberanía del consumidor por la tiranía del productor; y que, por tanto, todo político no corrompido por las promesas crematísticas de las élites extractivas o por las presiones huelguísticas de las plebes extractivas debería convertir en una prioridad personal acabar con toda esa maraña de privilegios que destruye las bases del mercado libre en beneficio de ciertas minorías parasitarias.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com