El Banco Popular está atravesando sus horas más bajas. No porque repentinamente haya adoptado un cúmulo de malas decisiones que lo hayan precipitado al abismo sino porque la basura que durante tantos años escondió en el interior de su balance ha comenzado a aflorar de manera ya irreversible. El Popular, como el conjunto de cajas nacionales, se sumergió de lleno en la burbuja inmobiliaria española generada por la laxitud crediticia del Banco Central Europeo. Y, aún no satisfecho con el volumen de activos tóxicos que ya había acumulado merced a su imprudencia ladrillística, optó por pagar 1.250 millones de euros por otra politóxica entidad denominada Banco Pastor cuyo valor real era de -500 millones.
Así las cosas, los test de estrés desarrollados por Oliver Wyman a finales de 2012 cuantificaron las pérdidas potenciales del Popular únicamente derivadas del ladrillo en más de 13.000 millones de euros. Un atracón de difícil digestión que ha terminado por condenar al banco a un irrefrenable declive: su desplome en bolsa seguido por la desbandada de los accionistas de referencia (BlackRock primero, y Crédit Mutuel después) le anticipan un muy negro futuro. La ampliación de capital ya se antoja totalmente inviable, de manera que las opciones realmente disponibles se reducen a tres.
La primera es que aparezca un inversor kamikaze dispuesto a quemar su dinero —o el de sus accionistas— en rescatar al Popular. De acuerdo con los últimos rumores, podría ser el Santander quien, o bien empujado por presiones gubernamentales o bien seducido por favores gubernamentales, se quedara con la entidad hoy presidida por Saracho. De momento, el Santander ha sido el único de los grandes bancos españoles que no ha participado en el salvataje del sistema financiero español (BBVA compró Catalunya Caixa; La Caixa adquirió Banca Cívica; Sabadell se hizo con la CAM; y la Bankia ha incorporado a BMN), de manera que no sería de extrañar que terminara soportando su parte del peaje. Sin embargo, el accionista del Santander ya ha sido tan sumamente maltratado durante la última década que cuesta creer que se le acabe dando la puntilla embarcándole en una operación tan disparatada como ésta. Aunque, por supuesto, en un sector tan encamado con la política, como es el financiero, cualquier locura puede terminar volviéndose realidad.
Pero si finalmente el Santander no acudiera al rescate, sólo quedarían abiertos dos caminos: o bien las pérdidas del Popular se las comen los contribuyentes o bien se las comen sus acreedores. El primer infame camino—el bail-out— es el que han seguido los gobiernos del PSOE y del PP hasta la fecha: tan pronto como las cajas se quedaban sin capital para seguir absorbiendo los números rojos de su irresponsable gestión financiera, el resto de la factura se la trasladaba al conjunto de los españoles. El segundo mucho más honesto camino —el bail-in— es el que algunos defendimos desde un comienzo y el que ha terminado por implantarse en la Unión Europea a través del Mecanismo Único de Resolución: una vez los bancos se quedan sin fondos propios para seguir absorbiendo sus pérdidas, el resto de la factura se les traslada a los acreedores.
Si atendemos a los tristes acontecimientos vividos durante los últimos años, resulta harto probable que el PP y sus altavoces mediáticos traten de persuadirnos de que, si fracasa la operación Santander, la única opción realista para el Banco Popular es el rescate a costa de los contribuyentes. La inyección de fondos públicos no sólo beneficia a la comunidad de inversores en renta fija (que se libra de la asunción de pérdidas) sino que proporciona una oportunidad de oro al Gobierno para maniobrar a su antojo en el sistema financiero, repartiendo opacamente prebendas y recompensas a aquellos actores más cercanos al poder.
De ahí que sea necesario contrarrestar por anticipado la propaganda con la que tarde o temprano se nos bombardeará para justificar el indecente rescate público frente a la mucho más justa y razonable imputación de pérdidas a los acreedores privados. No en vano, basta echarle un vistazo al último balance presentado por el Banco Popular para comprobar que el bail-in constituye una opción completamente factible.
Así, la mayoría de analistas estiman que el Popular todavía carga con unas pérdidas latentes sobre su cartera de activos inmobiliarios superiores a los 3.000 millones de euros (aunque fuentes internas, evidentemente sesgadas, rebajan tal cifra a los 2.000 millones). Aun suponiendo que ni un céntimo de esa suma fuera absorbible por los más de 11.300 millones de euros en fondos propios que exhibía el banco a cierre de 2016 (recordemos que los bancos deben contar con un capital mínimo para operar), existen una pluralidad de pasivos financieros contra los que se podrían cargar tales quebrantos: 2.045 millones de euros en pasivos subordinados; 1.054 millones de euros en Euronotas y 825 millones de euros en pagarés y otros títulos de deuda a corto plazo. En total, pues, más de 3.900 millones de euros en una clase de pasivos que, quita mediante, deberían ser los primeros en absorber todas las pérdidas justo después de que los accionistas lo hayan hecho.
Pero imaginemos que el agujero final del Popular termina siendo mucho mayor de lo inicialmente estimado y que ni siquiera una quita del 100% sobre esos 3.900 millones de euros en títulos de renta fija basta para garantizar su subsistencia (o que parte de esos 3.900 millones ya han sido amortizados desde el cierre de balance en 2016). Pues bien, aun así, entre los pasivos del banco se encuentran más de 12.000 millones de euros en bonos garantizados (especialmente, cédulas hipotecarias) contra los que también cabría aplicar alguna quita: es verdad que muchos de esos bonos serían jurídicamente inatacables (pues cuentan con el doble respaldo del banco y del activo subyacente colocado como garantía), pero otros no lo serían (aquellos cuyo colateral también se halle impagado). Y, por último, si todo lo anterior no fuera suficiente, el banco también carga con más de 97.000 millones de euros en depósitos, una parte notable de los cuales procederán de depósitos individuales con un importe superior a 100.000 euros y por tanto no cubiertos por las garantías estatales: llegado el caso extremo, sería mucho más lógico que fueran los grandes depositantes —mucho antes que el contribuyente— quienes pagaran los restantes platos rotos.
En definitiva, quien tiene que asumir las pérdidas de un banco son sus inversores, no los contribuyentes: primero los accionistas y después los acreedores. Son ellos quienes han inmovilizado voluntariamente sus ahorros en la entidad con la perspectiva de obtener ganancias pero también soportando el riesgo de experimentar pérdidas. El contribuyente no tiene absolutamente ninguna responsabilidad en todo este entuerto. Ya está bien de privatizar ganancias y socializar pérdidas: privaticemos ganancias y privaticemos pérdidas. Si finalmente los accionistas del Santander rechazan inmolarse absorbiendo al Popular, entonces los contribuyentes deberemos plantarnos y oponernos radicalmente a cualquier rescate público del Banco Popular. Que lo paguen sus acreedores.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com