Donald Trump ha decidido sacar a los Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico (TPP), anunciar una renegociación de NAFTA y amenazar con un “sustancial” arancel a aquellas compañías estadounidenses que se deslocalicen: nada, por otro lado, que no hubiera prometido durante la campaña electoral. Sin embargo, una vez transitamos de la mera palabrería a los hechos, la cuestión pasa a ser la de cómo afectará este rearme proteccionista al bienestar de los estadounidenses. A la postre, Trump ha justificado su programa mercantilista como una forma de defender los intereses de EEUU frente a los del resto del mundo. Pero, ¿los intereses de quiénes dentro de EEUU?
Para empezar, parece evidente que el republicano no estará salvaguardando los intereses de aquellos consumidores estadounidenses que actualmente importan mercancías extranjeras porque son más baratas o de mejor calidad que las fabricadas en el interior de EEUU: a ellos los castigará con impuestos o costes regulatorios más elevados para forzarles a adquirir la peor mercancía local. El nacionalismo económico cae en un evidente reduccionismo al sugerir que todos los ciudadanos comparten los mismos intereses, que son los impulsados por el Estado: las políticas proteccionistas conllevan ganadores y perdedores entre los estadounidenses, de manera que en el fondo no promueven “el interés de EEUU” sino los intereses de algunos estadounidenses a costa de los de otros estadounidenses.
¿Y quiénes son esos estadounidenses supuestamente beneficiados por el rearme proteccionista? Las clases populares que, según se nos dice, han salido perdiendo con la globalización. Desde un punto de vista estático, sin embargo, el proteccionismo no parece que vaya a beneficiar a las clases medias-bajas estadounidenses: los ciudadanos con menores rentas son los que proporcionalmente compran más mercancías importadas con respecto a sus ingresos, de manera que un incremento de los aranceles equivaldría a un nuevo impuesto regresivo que castigaría especialmente a esas rentas bajas.
Claro que cabría argumentar que tales clases populares saldrán beneficiadas del proteccionismo a través de la aparición de mayores y mejores empleos: si la amenaza arancelaria frena la deslocalización de empresas y favorece su relocalización, entonces los salarios podrían incrementarse y compensar parte de las nefastas consecuencias de ese nuevo tributo regresivo sobre la adquisición de mercancías extranjeras. Ahora bien, aun cuando supongamos que la política comercial de Trump logrará relanzar la inversión interna en EEUU, sus efectos netos estarán estrechamente vinculados con la reacción que adopten aquellos países perjudicados por este rebrote mercantilista. O dicho de otro modo, si la política proteccionista de Trump da lugar a una guerra comercial con aquellas economías extranjeras que son objeto de su ataque —por ejemplo, México o China—, ni siquiera bajo las hipótesis más generosas para el mercantilismo cabrá presuponer que éste beneficiará a los trabajadores estadounidenses.
Al respecto, el Peterson Institute ha estimado que una guerra comercial entre EEUU, por un lado, y China y México, por el otro, provocaría que la economía estadounidense perdiera cinco millones de empleos hasta 2019: tanto las compañías locales que se dedicaran a exportar a China o México cuanto las empresas locales que distribuyeran mercancías importadas se verían enormemente penalizadas. Los sectores más afectados serían los manufactureros, con caídas del empleo potencial de hasta el 10%. A su vez, los estados más negativamente afectados serían Washington, California, Texas y también el cinturón industrial de EEUU (Michigan, Illinois, Wisconsin, Pensilvania u Ohio), los cuales sufrirían pérdidas de puestos de trabajo superiores al 4%.
En definitiva, quienes podrían salir más perjudicados de una escalada proteccionista entre EEUU y el resto del mundo son justamente aquellas clases trabajadoras cuyos intereses Trump dice querer defender: tanto sus rentas nominales cuanto su poder adquisitivo se vería muy negativamente afectado por una guerra comercial. Por supuesto, los habrá que piensen que el presidente republicano jamás tolerará que otros países dañen comercialmente a EEUU, pero entonces deberá renunciar a uno de los principios expuestos en su (horrible) discurso de investidura: el aislacionismo. Recordemos que, de acuerdo con el magnate neoyorquino: “Buscaremos amistad y buenas relaciones con las distintas naciones del planeta, pero lo haremos entendiendo que todas las naciones tienen el derecho a anteponer sus propios intereses”. Si todas las naciones tienen derecho a anteponer sus propios intereses, ¿cómo rechazar que China o México represalien a EEUU castigando con aranceles a sus productos para así proteger a ciertas industrias locales? ¿O cómo frenar una carrera arancelaria global absteniéndote de intervenir en la política extranjera?
Todos hemos salido ganando de la globalización de los últimos 30 años. Una guerra comercial a gran escala nos perjudicaría igualmente a todos y sólo beneficiaría a los populistas nacionalistas que acceden al poder dividiendo, enfrentando y envenenando la concordia entre los distintos ciudadanos del planeta. Make Globalization Great Again.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com