El 9 de marzo de 2015, hace apenas año y medio, el Banco Central Europeo puso en marcha su programa de compra de títulos de deuda: el tan esperado Quantitative Easing de la eurozona. Mes a mes, se comprometió a adquirir pasivos públicos y privados por importe de 60.000 millones de euros (posteriormente ampliados a 80.000 millones mensuales). El pasado 31 de agosto, la entidad emisora publicitó que ya había incorporado a su balance más de un billón de euros de deuda pública: entre ellos, 238.000 millones de euros de Alemania, 189.000 millones de euros de Francia, 165.000 millones de euros de Italia y 118.000 millones de euros de España.
Justamente, el objetivo inicial del programa de flexibilización cuantitativa del BCE era el de comprar deuda pública por valor de un billón de euros y concluir sus operaciones en septiembre de 2016. Pero, una vez alcanzada la fecha terminal, la heterodoxa política monetaria no ha cesado. Al contrario: el banco central ya ha anunciado que, como poco, continuará hasta marzo del año que viene y probablemente más allá. Uno podría imaginar que tan tajante rectificación pueda deberse a que el QE ha resultado ser una política tan sumamente exitosa durante estos últimos meses que no quepa otra alternativa que prorrogarla para apuntalar la recuperación de la eurozona.
Pero, en realidad, los resultados del QE europeo solo merecen ser calificados de ‘modestos’, en el mejor de los casos, cuando no de irrelevantes y potencialmente contraproducentes. Y es que, según se nos dijo, el QE pretendía depreciar el euro, relanzar la inflación y rebajar los tipos de interés para así impulsar la concesión de nuevo crédito y revalorizar las bolsas europeas, todo lo cual conduciría a una vigorosa recuperación. Pero prácticamente nada de ello se ha materializado.
Así, la única variable donde el QE sí ha tenido un notable reflejo ha sido en el tipo de cambio euro/dólar. La declaración en firme del BCE de que pretendía depreciar su moneda obró sus efectos incluso antes de que arrancaran las compras de deuda pública. En enero de 2015, dos meses antes de su primera adquisición, el tipo de cambio ya había alcanzado sus niveles actuales (poniendo de manifiesto que las expectativas, y la capacidad del BCE para influir sobre ellas, son el factor verdaderamente determinante en la formación de los precios de los activos financieros, especialmente en un mercado tan copado por especuladores como el de divisas).
En cuanto al IPC de la eurozona, parece bastante evidente que el BCE no ha sido capaz de dispararlo por las nubes: sigue por debajo del 0,5% interanual y al mismo nivel que antes de anunciar el QE. Probablemente a muchos les sorprenda que un banco central, multiplicando su base monetaria desde 1,3 billones de euros hasta casi 2,1 billones en apenas 18 meses para efectuar las comprometidas compras de deuda pública, no esté siendo capaz de aumentar la inflación. Pero tan cuantioso aumento de la base monetaria está siendo retenido en forma de reservas bancarias y, como a continuación comprobaremos, no está contribuyendo a estimular un aumento verdaderamente acelerado del crédito bancario: y si la base monetaria ni se gasta directamente ni sirve como punto de apoyo para incrementar el gasto a crédito, entonces carece de efecto alguno sobre los precios.
Por lo que respecta a los tipos de interés a largo plazo, su efecto tampoco ha sido demasiado intenso, aunque sí puede apreciarse un menor coste de financiación de los títulos de deuda pública. No es de extrañar: por ejemplo, desde marzo de 2015, las administraciones públicas españolas han emitido 56.000 millones de euros en nuevos pasivos estatales y, como ya vimos, el BCE ha adquirido 118.000 millones. Esto es, el banco central ha comprado el equivalente a más de dos veces todas las emisiones del Tesoro español desde marzo de 2015 (pero, eso sí, no osen dudar de que el principal mérito de nuestros bajos tipos de interés le corresponda al Gobierno de Mariano Rajoy). Inevitable, pues, que esa sobrepuja del BCE haya contribuido marginalmente a rebajar todavía más los tipos de interés de la deuda pública.
Con todo, estos menores tipos de interés no han obrado los efectos esperados (ni siquiera en conjunción con la depreciación del tipo de cambio): en teoría, aniquilar la rentabilidad de la deuda pública debería haber contribuido a que los bancos estuvieran más dispuestos a aumentar su oferta de crédito hacia el (más rentable) sector privado, y a que familias y empresas aprovecharan esa mayor provisión de crédito para endeudarse y volver a gastar con fuerza. A su vez, los menores tipos de la deuda pública también deberían haber inducido a otros inversores a redirigir su capital hacia el mercado bursátil, elevando así sus cotizaciones. Por su parte, la depreciación del tipo de cambio debería haber actuado como un estímulo externo positivo que incrementara las oportunidades para endeudarse y las ganancias de las empresas.
Pero nada de todo ello ha sucedido. Los préstamos de las entidades financieras de la eurozona apenas han aumentado un 2% desde que arrancó el QE, y semejante crecimiento se ha concentrado en Francia o Alemania. El ‘stock’ de crédito bancario en España continúa reduciéndose (el desapalancamiento del sector privado continúa) y en Italia permanece estancado.
A su vez, el valor bursátil de las principales empresas europeas ha permanecido plano durante los últimos 18 meses.
La razón por la que el crédito sigue sin fluir y la bolsa sigue sin repuntar debería ser fácil de comprender: aunque las inyecciones de liquidez puedan dopar una economía, esta se mueve en última instancia por sus fundamentales. La demanda de crédito depende del grado de apalancamiento de familias y empresas (su margen de endeudamiento adicional) y de las oportunidades de inversión existentes (el motivo lucrativo para endeudarse). A su vez, las cotizaciones bursátiles dependen de las expectativas de beneficios a largo plazo de las empresas. En la eurozona, empero, todavía persiste un elevado nivel de endeudamiento privado en relación con las magras perspectivas de ganancia que proporciona una economía esclerotizada.
Y esa es justamente la clave del fracaso del QE: sin mayor austeridad y, sobre todo, sin mayores reformas estructurales que dinamicen la economía de la eurozona, las manipulaciones monetarias apenas constituirán una droga temporal que no reflotará nuestra prosperidad. El ritmo de desapalancamiento privado –de saneamiento de balances– debe acelerarse y la apertura de mercados debe comenzar a ser una realidad. Durante los últimos dos años, los europeos hemos perdido el tiempo reclamando y esperando los frutos de la implementación de un mesiánico QE a imagen y semejanza del de EEUU. En lugar de centrar el debate público en la cuestión verdaderamente relevante –la imprescindible liberalización de la economía europea–, nos hemos enredado en estériles amaños monetarios.
Aunque, en realidad, ni siquiera cabe tildarlos de estériles sino, más bien, de contraproducentes. La flexibilización cuantitativa europea se ha combinado con la instauración de una política de tipos de interés negativos sobre las reservas bancarias depositadas en el BCE en exceso del mínimo legal. La adquisición de los títulos de deuda pública por el banco central se ha sufragado mediante la creación y entrega de nueva base monetaria a los bancos privados, lo cual ha elevado eseexceso de reservas desde 148.000 millones de euros a finales de 2014 a 969.000 millones en la actualidad. Dado que en 2014 las entidades financieras debían pagar al BCE un tipo de interés del 0,2% por su exceso de reservas y hoy, en cambio, uno del 0,4%, la mordida agregada del banco central sobre los beneficios bancarios se ha disparado en año y medio desde los 296 millones de euros a los 3.875 millones actuales. Una cifra que no hará sino crecer durante los próximos meses, conforme el BCE continúe monetizando deuda pública.
En otras palabras, el QE europeo no ha fomentado el crecimiento de la eurozona y sí ha contribuido a descapitalizar a la banca, al combinarse con la política de tipos de interés negativos. Hasta la fecha, un fracaso a la altura de las muy infladas expectativas previas a su establecimiento. La eurozona no necesita de tramposos dopajes que, además, solo erosionan su ya muy debilitado sistema financiero: la eurozona requiere de mayor libertad económica y de menores impuestos para volver a florecer y prosperar. Ya va siendo hora de que nos demos cuenta y de que abandonemos el pensamiento mágico de los estímulos estatales. De momento, por desgracia, parece que nuestros eurócratas optan por perseverar varios trimestres más con el fallido QE. ¿Para qué rectificar pudiendo empecinarse en el fracaso?
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com