La semana pasada, el Fondo Monetario Internacional revisó a la baja sus previsiones de crecimiento para España en el año 2016. El empeoramiento de sus pronósticos no fue dramático: apenas los recortó una décima hasta el 2,6% del PIB. Sin embargo, lo preocupante de la noticia es que se trataba de la primera rebaja desde que nuestro país abandonó la recesión en 2013. Desde ese momento, el organismo internacional siempre se había quedado corto en sus vaticinios: trimestre tras trimestre, nuestro país crecía no sólo por encima de la media europea, sino más de lo inicialmente anticipado.
Mas, por primera vez desde que arrancara la recuperación, parece que ahora no será así: no ya porque lo afirme el FMI, sino porque, hace apena dos días, el propio gobierno reconoció por boca de Luis de Guindos que este año creceremos menos de lo predicho en los Presupuestos Generales del Estado. El Ejecutivo del PP es algo más optimista que el FMI —espera que el PIB se expanda a un 2,7%— pero en todo caso recorta tres décimas nuestras expectativas de crecimiento para 2016 (y en cinco para 2017).
Como casi todo, las razones de esta desaceleración son opinables: el FMI lo circunscribe a un enfriamiento de la economía mundial, incluida la economía europea (demostrando, nuevamente, que las recientes medidas del Banco Central Europeo no sirven para superar un estancamiento que hunde sus raíces en causas más profundas); muchos analistas españoles, en cambio, consideran que este pinchazo es uno de los primeros efectos perniciosos de la incertidumbre política en la que estamos instalados desde diciembre.
Y si bien caben dudas razonables acerca de las causas últimas de nuestra desaceleración, sobre lo que no deberíamos vacilar es sobre los efectos que ésta conllevará. Más en particular, el menor crecimiento económico supondrá una menor creación de empleo y un menor aumento de los ingresos públicos de lo originalmente esperado. Lo primero, de acuerdo con el FMI, impedirá que la tasa de paro baje del 18% en 2017; lo segundo complicará enormemente cumplir con nuestros objetivos actuales de déficit, sobre todo después del grave incumplimiento de este año.
Pero acaso lo más inquietante sea el riesgo de que la desaceleración no haya tocado fondo y continúe avanzando durante los próximos meses: no en vano, el propio gobierno espera no sólo que 2016 sea peor que 2015, sino que 2017 también sea peor que 2016. En tal caso, lo que hoy apenas puede considerarse un bache se convertiría en un muy serio obstáculo para consolidar una —todavía no completada— recuperación.
De ahí que, en estos momentos, resulte prioritario relanzar la agenda reformista que desde hace años se halla congelada en España. Si los famosos “vientos de cola” que hasta ahora venían impulsando nuestro crecimiento económico están dejando de soplar con la misma fuerza, entonces será necesario compensar el parón con una economía mucho más libre y mucho menos castigada con impuestos. Más libertad económica es más dinamismo y prosperidad.
El problema, claro, es que no existe ni capacidad ni voluntad política para impulsar tales cambios. Esa parálisis presente, y previsiblemente futura, es la amenaza por la que sí deberíamos estar ocupados y preocupados. Que la economía mundial pinche es algo sobre lo que los españoles tenemos bastante poco que decir: se trata de un evento en gran medida ajeno a nuestro control. En cambio, que nuestros políticos paralicen cualquier conato de reformas o incluso emprendan un rumbo contrarreformista sí es algo que deberíamos poder evitar: máxime en una coyuntura que, poco a poco, va dejando mucho menos espacio para continuar dilapidando el tiempo y los recursos tal como venimos haciendo desde hace tiempo.
Un recorte insuficiente
La desviación del objetivo de déficit público en 2015 debería obligar a todas las administraciones públicas a ajustar notablemente sus desembolsos para encauzar el desequilibrio presupuestario heredado. Con tal de ofrecer ejemplo, el ministro de Hacienda Cristóbal Montoro acaba de anunciar un recorte del gasto público de 2.000 millones de euros en la administración central: un ejercicio de austeridad que no afectará ni al gasto social, ni a la seguridad nacional ni a la Seguridad Social. Pero, por positivo que sea el recorte, no deberíamos perder de vista que se trata de un ajuste escaso que no bastará para garantizar el objetivo de déficit en 2016: 2.000 millones de euros apenas representan el 3% del gasto total del gobierno central una vez excluidas las pensiones y los intereses. Tanto la administración central, como las autonomías como, sobre todo, la Seguridad Social deberían ajustar sus abultados presupuestos para, de una vez por todas, enterrar el desequilibrio público. Y, de momento, el ejemplo dado por Montoro es muy insuficiente.
España: infierno fiscal
La OCDE ha publicado recientemente su estadística anual sobre la “cuña fiscal” sobre los salarios. Por cuña fiscal entendemos el porcentaje del sueldo total de un trabajador del que se apropia el Estado en concepto de cotizaciones sociales y de IRPF. En el caso de España, ese porcentaje asciende al 40%: es decir, el Estado le arrebata a cada trabajador una media de 4 de cada 10 euros de su sueldo. A ese escandaloso mordisco hay que añadirle el resto de tributos: IVA, especiales, patrimonio, sucesiones, etc. Dicho de otra manera, los trabajadores españoles cargan a sus espaldas con una enorme losa fiscal que les resta capacidad de ahorro y de inversión patrimonial, amén de condenarlos a depender de los servicios públicos que el Estado sufraga con sus ingentes impuestos. Si de verdad aspiramos a incrementar la autonomía financiera de los ciudadanos y a ensanchar la capacidad de crecimiento de la economía española, entonces se hace imprescindible bajar impuestos. Y, para hacerlo sosteniblemente, no hay otro camino que bajar el gasto.
Los riesgos del populismo
Grecia ha sido el laboratorio de pruebas del populismo dentro de Europa y los resultados no pueden ser más desoladores. En una reciente encuesta realizada a los empresarios griegos, el 40% declaró sus intenciones de abandonar el país: casi el doble de las que manifestaban este mismo propósito hace un año. El pesimismo entre el empresariado está tan extendido que el 56% considera que la economía no mejorará en al menos cinco años. Se trata, pues, de un desastre en toda regla que debería alertarnos de seguir caminos análogos en España: la indisciplina fiscal, el enfrentamiento con Bruselas, las subidas masivas de impuestos como alternativa a los recortes del gasto, la inestabilidad política o las amenazas de abandonar el euro son factores que contribuyen a paralizar las inversiones empresariales y, en consecuencia, a sumir al país en una profunda depresión. Tras una década de crisis, Grecia continúa siendo rehén de los desequilibrios que no quiso corregir a tiempo. Syriza no ha supuesto ninguna solución: más bien un nuevo problema.
juanramonrallo.com