Más allá de las muy importantes pérdidas materiales y humanas que han provocado los últimos atentados terroristas en Bruselas, el efecto económico más directo de unos atentados terroristas es el de incrementar la incertidumbre: incertidumbre sobre la posibilidad de nuevos ataques, incertidumbre sobre cómo se modificarán las pautas de consumo de los ciudadanos (por ejemplo, si optarán por recluirse en casa en lugar de viajar y hacer turismo) y, sobre todo, incertidumbre sobre cuál será la respuesta política a la amenaza terrorista.
Históricamente, y salvo en contextos de guerra abierta, es fácil constatar que las dos primeras fuentes de incertidumbre no conllevan demasiado impacto y no son persistentes en el tiempo: la repercusión del 11-S en Nueva York, del 11-M en Madrid, del 7-J en Londres o, incluso, de los recientes atentados en París no alteraron profundamente el comportamiento de nuestros ciudadanos (a medio plazo no dejaron de trabajar, de ahorrar o de invertir) y, por tanto, no afectaron significativamente a sus economías nacionales.
Distinto es el caso, sin embargo, de la respuesta política que se dé a estos nuevos atentados. El miedo de los ciudadanos puede llevar a sus políticos a restringir sus libertades internas, a iniciar nuevas guerras en el exterior o a limitar el ya de por sí restringido tránsito de personas. Al margen de los eficaces o ineficaces que pueden ser tales medidas para luchar contra una amenaza terrorista cada vez más descentralizada, económicamente su influencia resulta muy dañina, pues sí modifican adversamente el comportamiento de los ciudadanos. Cuanto más duraderamente se estrangulen nuestras libertades y cuanto mayor sea el incremento de deuda o impuestos para financiar incursiones militares en represalia a los atentados, mayor será el impacto económico negativo. Si hay una clave para minimizar el daño económico es regresar a la normalidad lo antes posible. Por complicado que pueda parecernos en estos momentos.
Juan Ramón Rallo
juanramonrallo.com