Un argumento muy extendido entre muchos medios de comunicación y ONGs amarillistas es que los ricos se vuelven ricos a costa de empobrecer a los pobres. Desde esta perspectiva, la riqueza es un juego de suma cero donde uno gana acaparando las migajas que el arrebata al otro. Mas, si cuando la riqueza de los ricos aumenta es porque les están robando parte de su patrimonio al resto de la ciudadanía, entonces habría que concluir que cuando la riqueza de los ricos se reduce, estará teniendo lugar el proceso inverso: a saber, una redistribución de su patrimonio hacia el resto de la sociedad.
Siguiendo esta perspectiva analítica, las recientes caídas a plomo de las bolsas, que evidentemente han repercutido negativamente sobre la riqueza de las grandes fortunas globales -por ejemplo, sólo Amancio Ortega ha perdido más de 4.000 millones de euros de su patrimonio como consecuencia de la caída de valor de su cartera de acciones de Inditex-, deberían ser vistas como un dispositivo por el que los ricos están desapacarando riqueza en favor de los más pobres. A la postre, si cuando unos tienen más, los otros tienen menos, cuando los primeros pasan a tener menos, será que los segundos tienen más.
Pero no: parece bastante obvio que nadie -salvo aquellos que anticiparan correctamente el pinchazo y apostaran por ello- se está enriqueciendo como consecuencia del hundimiento de las bolsas mundiales. Todos aquellos que poseen acciones de alguna compañía -desde Bill Gates hasta el vecino del quinto- se están volviendo más pobres. Lo que sucede no es que se esté transfiriendo riqueza desde las clases adineradas a las clases humildes, sino que, simple y llanamente, se está destruyendo riqueza en términos netos para todos.
Acaso muchos reputen esta idea como poco intuitiva. Justamente, si la tarta de riqueza se halla dada, no es posible ni que crezca ni que mengüe. Sin embargo, ése es justamente el error de fondo que nos impide comprender tanto los procesos de acumulación como de desacumulación de riqueza. La riqueza no son sacos de monedas de oro o de billetes de euro que se hallan amontonados en las gigantescas piscinas de los multimillonarios: la riqueza es valor del conjunto de activos (edificios, máquinas, patentes, locales comerciales, inventarios, etc.) que posee una persona. Ahora bien, ¿de qué depende ese valor? En esencia, de los beneficios futuros que se espera que proporcionen esos activos: si las expectativas de ganancias futuras son muy altas, entonces los activos se apreciarán y, en consecuencia, también crecerá la riqueza patrimonial de su propietario; si, en cambio, las expectativas de ganancias futuras son muy modestas, entonces los activos se depreciarán y, en consecuencia, también caerá la riqueza patrimonial de su propietario.
Por eso, cuando se generalizan los nubarrones sobre la economía y, como resultado, las expectativas de beneficios empresariales se hunden, la bolsa cae y con ella la riqueza global de nuestras economías (la tarta se achica). En ese momento, no estamos ante una redistribución de capital desde los ricos a los pobres: simplemente, todos aquellos con patrimonio bursátil ven cómo éste se reduce debido a que sus activos son percibidos como peores generadores de nuevas rentas. Pero, por eso mismo, cuando el Sol brilla con fuerza, cuando se espera que un conjunto dado de activos vaya a ser capaz de generar mayores beneficios de los inicialmente estimados, entonces la bolsa sube y con ella la riqueza global de nuestras economías (la tarta crece). Tampoco nos hallamos en este caso ante una redistribución de capital desde pobres a ricos: simplemente, todos aquellos con patrimonio bursátil ven cómo éste aumenta debido a que sus activos son percibidos como más productivos que antes.
En este sentido, como durante los últimos años hemos asistido a una sostenida revalorización de las bolsas mundiales, es completamente lógico que aquellos cuya riqueza está materializada en empresas cotizadas (Bill Gates en Microsoft, Amancio Ortega en Inditex, Warren Buffett en Berkshire Hathaway, Mark Zuckerberg en Facebook, etc.) hayan visto cómo su patrimonio financiero crecía de manera muy notable. No es que, tal como nos vendían algunos medios y ONGs ideológicamente sesgados, los ricos estuvieran fagocitando y explotando crecientemente a los pobres: tan sólo sucedía que las expectativas mejoraban, que la bolsa crecía y con ella la fortuna de los ricos.
Evidentemente, no estoy negando que el parasitismo sea un fenómeno inexistente e incluso muy generalizado en nuestras sociedades: por supuesto, es perfectamente factible que una persona emplee la violencia para robar y lucrarse a costa de otra (de manera habitual, aunque no exclusiva, este proceso se canalizada a través del Estado). Pero no deberíamos caer en la trampa populista de pensar que todo rico es rico por haber arruinado al pobre. Ahora mismo, ricos y pobres con sus muchos o pocos ahorros en bolsa están compartiendo un mismo destino financiero. Que, merced al pinchazo de las bolsas, los ricos se estén volviendo menos ricos no está ni enriqueciendo ni beneficiando a nadie. ¿Nos lo relatará Oxfam en su próximo informe?
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