En la bolsa puedes terminar con una pequeña fortuna… Partiendo de una gran fortuna. En tres entregas intentaremos evitar que eso ocurra. Ésta es la segunda.
A finales de 1991 me presenté en las oficinas de Merrill Lynch con intención de abrir una cuenta para operar con contratos de futuros. Me atendió un señor muy amable quien me preguntó si tenía alguna experiencia en derivados. Le dije que llevaba casi un año operando con simulaciones sobre precios reales. Es un buen principio y habrás sacado tus propias enseñanzas, dijo, y luego apostilló: «Tú aguantarás un tiempo. El próximo mes me jubilo y te puedo asegurar que el 90% de los que especulan con derivados, terminan arruinados.
No hace tantos años un inversor de Valencia, cliente de una Agencia de Valores y Bolsa, pidió que le abrieran una cuenta para operar con MEFF (Mercado Español de Futuros Financieros). Mi buen amigo Jose, con fino sentido del humor le dijo: le propongo un negocio, usted me da medio millón de pesetas y yo rompo los documentos que acaba de firmar. Un par de años más tarde el cliente le confesó: «Qué pena no haberle dado las quinientas mil pesetas».
Durante los años que trabajé en una agencia de valores tuve ocasión de tomar el pulso a toda la gama de inversores y especuladores. Curiosamente se metían en el mundo de los derivados aquellos a los que les habían currado bien la badana en el mercado de contado. Venían mal heridos del contado y los futuros los remataban.
Ya sé que a usted esto no le va a pasar. ¡Por supuesto que no!. Usted será ese 1% que se libra de la del fraile. Le cuento de qué va. En una agencia de valores, de la que yo era cliente, acudían todos los días, antes de que abriera el mercado, un fraile que había colgado los hábitos y un recién licenciado en económicas, que acababa de descubrir la pólvora con los gráficos. No se retiraban de la pantalla ni para comer. Uno de ellos iba a por bocatas y comían mirando gráficos en tiempo de real.
Cierto día el jovenzuelo, el economista, dijo en plan fanfarrón: yo vengo aquí a ganarme veinte mil duros todos los días. Yo le había aguantado muy bien sus disertaciones sobre las correcciones proporcionales, el 0,618 de Fibonacci, las terroríficas ondas «C» de Elliott, las envolventes de Bollinger y toda la gama de osciladores técnicos, pero esto de los veinte mil duros, era demasiado. Tuve la prudencia de no contestarle, pero en voz baja le dije a un viejo bolsista: este debe pensar que los que llevamos años en esto somos tontos de capirote. Un mal día, el mercado les cogió con el paso cambiado. MEFF se atascó por sobrecarga de órdenes. No pudieron cerrar posiciones. Cuando el mercado comenzó a funcionar con normalidad, puesto que no tenían dinero para aportar garantías complementarias, el intermediario les cerró las posiciones con unas pérdidas tremendas. Quedaron endeudados y de ellos nunca más se supo.
Hay historias de éstas para escribir un libro, con nombre y apellidos, de pequeños medianos, grandes inversores. Más de una vez han saltado a las páginas de los diarios económicos operadores que han hecho perder al banco o fondo para el que trabajaban miles de millones de euros o de dólares.
Aunque nadie escarmienta en cabeza ajena, les diré que el palo más grande que me han dado, en algo más de 30 años que llevo especulando e invirtiendo en bolsa, ha sido operando con operaciones a crédito. Seré breve. Mayo de 1987 (les recuerdo que el crack fue en octubre). Tres amigos tuvimos claro que el Dow Jones estaba dibujando un triángulo invertido, también conocido como techo en expansión, y que se la pegaba sí, o sí. Un viernes por la mañana nos pusimos cortos, no digo a lo bestia, pero casi. El viernes por la noche, al ver el cierre de Wall Street, tuve claro que nos habíamos equivocado. Di orden de cerrar mis posiciones el lunes (contra la opinión de mis amigos que me aconsejaban aguantar). El lunes la bolsa abrió subiendo con fuerza y logré cerrar todos mis cortos, salvo una partida en La Papelera Española, un chicharro de mucho cuidado, que estuvo tres días marcando «dinero sin operaciones». (En el mercado de corros, si en los diez minutos que duraba la negociación de un sector, había un valor que no había podido marcar cambio, por no cazar demanda con oferta, marcaba «dinero sin operaciones» y al día siguiente abría subiendo un 15%). Al final, una pérdida de 1.400.000 pesetas de las del 1987, que para mí economía era un palo de no te menees.
Mis amigos aguantaron, casi hasta septiembre, poniendo garantías complementarias. Al final, el Agente de Cambio y Bolsa, les cerró los cortos. A uno de ellos, el más fuerte económicamente hablando, le costó la broma veinte millones de pesetas; el otro, tuvo que hipotecar su casa y un bajo comercial en el que tenía el negocio familiar. Un mes más tarde, el mercado les dio la razón. Vino el crack de 1987, pero ellos ya estaban fuera de juego.
Con frecuencia el mercado termina dándote la razón, pero muy pocos tienen el dinero suficiente para aguantar hasta que llegue ese momento.
La búsqueda de emociones fuertes ha dado lugar a que los intermediarios diseñen una amplia gama de productos con un fortísimo apalancamiento, lo que significa que si aciertas, los beneficios sobre la inversión se multiplican por 10, 20 ó 30 veces. Y si te equivocas, las pérdidas se multiplican igualmente por estos factores. Y no engañan a nadie. Su publicidad y sus folletos de divulgación dejan muy claro: que no hay garantía del capital y que las pérdidas pueden superar el importe invertido.
Los derivados son un buen producto para proteger, en un momento de incertidumbre, sus posiciones de contado, haciendo una cobertura cero, lo que supone ganar con el derivado lo que se pierde en el contado o viceversa. Como especulación, me quedo con una frase lapidaria:»Los derivados son armas de destrucción masiva que conllevan peligros potencialmente letales». Warren Buffett
Fuente: José Antonio Fernández Hódar